Discurso de investidura como Doctor honoris causa por la Universidad de Huánuco
ENRIQUE GIMBERNAT ORDEIG, catedrático emérito de Derecho penal
Universidad Complutense de Madrid
Me van a permitir que divida en dos partes este discurso de inves- tidura como Doctor honoris causa por la Universidad de Huánuco. En primer lugar, voy a referirme a mis vínculos con la ciencia y la prác- tica penales peruanas. La segunda y última parte de mi discurso estará dedicada a exponer lo mucho que significa para mí este honor que hoy se me confiere.
Empezando por esos vínculos, en el primer artículo que publico en Perú me ocupaba de la «Omisión impropia en la dogmática penal ale- mana», y lleva fecha de 1999. El más reciente es de 2014 y lleva por título «A vueltas con la imputación objetiva, la participación delictiva, la omisión impropia y el Derecho penal de la culpabilidad». Entre esas fechas he publicado en este país dos artículos más. También ha aparecido en Perú un libro mío («Tiene un futuro la dogmática juridi- copenal») y, junto con los profesores Gracia, Peñaranda, Rueda, Suá- rez y Urquizo, he sido el editor de los dos tomos del Libro Homenaje a Bernd Schünemann, que se publicó en Lima, en 2014, por la edito- rial Gaceta Penal. Finalmente, esta misma semana acaba de aparecer otro libro mío, publicado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos: «Teoría de la evitabilidad versus teoría del aumento del riesgo».
Pero mis lazos profesionales con Perú no se han limitado a aporta- ciones doctrinales, sino que, y como paso a exponer brevemente a continuación, también he tenido un contacto directo con la praxis de los tribunales peruanos.
A mediados de 2003 Luis Varga Valdivia, por aquel entonces Pro- curador Ad Hoc del Estado –Casos Fujimori-Montesinos–, me soli- citó que emitiera un Informe sobre la posibilidad de que pudieran utilizarse como prueba de cargo, en el asunto Luccheti Perú, determi- nados videos –vídeos tal como se pronuncian en Latinoamérica– que Vladimiro Montesinos, sin el conocimiento ni el consentimiento de sus interlocutores, había grabado de las conversaciones que había mantenido con varios altos directivos de la filial de esa multinacional chilena. La solicitud de ese Informe, que emití el 31 de julio de 2003, obedecía a la circunstancia de que un profesor español (1) había redactado dos Dictámenes para la defensa de los empresarios acusa- dos, en los que mantenía que tales videos constituían una prueba ilíci- tamente obtenida y que, por consiguiente, no podían utilizarse como medio de prueba en el procedimiento penal que se estaba siguiendo contra Montesinos y los restantes imputados, administradores de Luc- cheti. Y no podían utilizarse, según ese profesor español, porque con tales grabaciones subrepticias se habrían vulnerado tanto el secreto de las comunicaciones como la intimidad de las personas grabadas por el antiguo asesor del presidente Fujimori.
Naturalmente que no voy a entrar aquí en la cuestión de fondo de si esos llamados vladivideos eran concluyentes para acreditar los hechos punibles que se le imputaban al grabador y a los grabados, sino que sólo me voy a ocupar de la cuestión, mucho más abstracta, del valor procesal que pueden tener en cualquier procedimiento penal la grabación del sonido y/o de la imagen que un interlocutor realiza subrepticiamente de las conversaciones que otras personas están man- teniendo con él.
Lo primero que hay que decir es que, en materia de grabaciones subrepticias realizadas por un interlocutor sin el conocimiento ni el consentimiento de la otra o de las otras personas que intervienen en la conversación, hay que distinguir dos bienes jurídicos distintos que pudieran ser vulnerados, eventualmente, con tales grabaciones: el derecho al secreto de las comunicaciones y el derecho a la intimidad, derechos que la CE también diferencia, garantizándolos independien- temente en el art. 18.1 («… se garantiza… el derecho a la intimidad personal y familiar») y en el art. 18.3 («se garantiza el secreto de las comunicaciones»).
Por lo que se refiere al secreto de las comunicaciones, lo que la Constitución Española prohíbe (como el art. 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el art. 17.1 del Pacto Internacio- nal de Derechos Civiles y Políticos, y el art. 8.º1 del Convenio Euro- peo de Derechos Humanos, en lo que se refiere al secreto de la correspondencia) es la ingerencia de terceros en las conversaciones telefónicas o vis a vis que están manteniendo otras personas, o la interceptación de la correspondencia que se intercambian dos sujetos distintos del interceptador, ya que obviamente esa conversación (tele- fónica o no), o esa correspondencia, es sólo secreta para un tercero, pero no constituye secreto alguno para el destinatario de la carta que otra persona le dirige, ni tampoco para quien es el interlocutor de la conversación que está manteniendo con otra persona: hasta tal punto no estamos ante un secreto que la correspondencia se dirige a mí pre- cisamente para que la lea, o se está conversando conmigo, precisa
mente también, para que tenga noticia de lo que el otro interlocutor me quiere transmitir.
En este sentido la jurisprudencia del Tribunal Constitucional espa- ñol viene manteniendo interrumpidamente, desde 1984, que la graba- ción que una persona hace subrepticiamente de quien se está dirigiendo a ella constituye una prueba obtenida lícitamente, porque, frente al interlocutor que registró el sonido y/o la imagen, el otro interlocutor no mantenía secreto alguno, ya que una conversación sólo es reser- vada para los terceros ajenos a ella, pero no, obviamente, para quienes la están manteniendo entre sí: «Como conclusión, pues», se establece en la sentencia del TC de 29 de noviembre de 1984, «debe afirmarse que no constituye contravención alguna del secreto de las comunica- ciones la conducta del interlocutor en la conversación que graba éste», porque «quien graba una conversación de otros atenta, independiente- mente de otra consideración, al derecho reconocido en el art. 18.3 [secreto de las comunicaciones] de la Constitución; por el contrario, quien graba una conversación con otro no incurre en conducta contra- ria al precepto constitucional citado», doctrina reiterada por el TC en muchas sentencias posteriores, como, por dar un ejemplo más, en la de 24 de marzo de 2003, en la que se puede leer: «no hay secreto para aquél a quien la comunicación se dirige, ni implica contravención de lo dispuesto en el art. 18.3 CE la retención, por cualquier medio, del contenido del mensaje».
Por consiguiente, y como la vulneración del secreto de las comu- nicaciones sólo se produce cuando un tercero intercepta lo que otras personas ajenas están conversando entre sí, pero no cuando es uno de los conversadores –aunque sea subrepticiamente– el que lo hace, la Sala de lo Penal del TS español, en una jurisprudencia igualmente unánime, ha admitido, como prueba lícitamente obtenida, la graba- ción fonográfica y/o videográfica que un interlocutor hace de quien se dirige a él, no teniendo inconveniente alguno para admitirla como material probatorio de cargo en procedimientos por delitos de cohe- cho, de tráfico de drogas, de apropiación indebida, de falsedad e intru- sismo, de robo con homicidio, y de proposición para el asesinato.
Como segundo argumento de por qué no podían utilizarse procesal- mente los videos grabados por Montesinos, el profesor español que ela- boró sus dictámenes para los directivos de Luccheti manifestaba que tales grabaciones vulneraban también la intimidad de esos directivos, interlocutores del asesor presidencial. Y, para apoyar esa opinión, el profesor español, en sus Dictámenes, acudía al caso de Pedro J. Ramí- rez, en aquel momento director del diario «El Mundo», quien, en 1996, fue grabado subrepticiamente por una mujer mientras mantenía con ésta
una relación sexual, video que, después, fue difundido masivamente por correo a, entre otras personas, los más altos dignatarios del Estado espa- ñol, empezando por Su Majestad el Rey. Todos los partícipes en la gra- bación y difusión del video sexual fueron condenados posteriormente por la Justicia española por un delito contra la intimidad.
Pero, mientras que en las conversaciones lo que se protege es el secreto, de tal manera que si un tercero ajeno a la conversación que mantienen dos personas la intercepta, responderá penalmente por tal interceptación, aunque aquella conversación haya versado sobre los asuntos más banales, en cambio, en el bien jurídico intimidad, lo que se protege es ésta como tal, por lo que, ciertamente, Pedro J. Ramírez estaba revelando su intimidad a la mujer –que fue quien le grabó subrepticiamente con la ayuda de otra persona– con la que mantenía una relación sexual –para ella, por tanto, esa intimidad no era secreta–, pero ello no la autorizaba para difundirla a otras personas: porque, con ello, se vulneraba la intimidad del periodista, intimidad que se protege como tal, sea o no secreta para la persona que la revela, y que, de acuerdo con la jurisprudencia del TC, implica «la existencia de un ámbito propio y reservado frente a la acción y el conocimiento de los demás, necesario, según las pautas de nuestra cultura, para mantener una calidad mínima de la vida humana». En este sentido, la STS de 12 de diciembre de 2004, condenatoria de los autores y partícipes en la grabación y distribución del video sexual de Pedro J. Ramírez, esta- blece lo siguiente: «Se arguye [por las defensas] que la grabación de las conversaciones telefónicas por uno de los interlocutores no consti- tuye vulneración del derecho a la intimidad. Sin embargo, dicho argu- mento parte de una confusión entre lo que dispone la Constitución en el art. 18 en sus apartados 1.º [intimidad] y 3.º [secreto de las comuni- caciones], puesto que el objeto de la protección en el segundo de los señalados es precisamente el secreto de las comunicaciones, y es evi- dente que no puede considerarse secreto lo que ya se ha comunicado a un interlocutor, mientras el apartado 1.º lo que garantiza es la intimi- dad personal «per se». La STC 114/1984 ya se ocupó de esta cuestión distinguiendo el alcance de estas vulneraciones constitucionales… Pero en el presente caso de lo que se trata es de vulnerar directamente el art. 18.1 CE, con el alcance tipificado en el art. 197 CP, en su dimen- sión relativa a la intimidad, que es lo que se protege, y no el secreto de la misma como sucede con las comunicaciones».
Por lo demás, que la manifestación de un comunicante a otro de que ha cometido un delito o de que lo va a cometer, o de que se ha cometido o se va a cometer entre los dos, no pertenece a la intimidad, debería estar fuera de discusión, ya que, como ha establecido el TC, el
«derecho fundamental a la intimidad reconocido por el art. 18.1 CE tiene por objeto garantizar al individuo un ámbito reservado de su vida vinculado con el respeto de su dignidad como persona (art. 10.1
CE)», y, obviamente, las manifestaciones en las que se acredita que un interlocutor –o los dos– es un traficante de drogas o de armas o de niños, o que es un prevaricador o un sujeto responsable de un cohe- cho, no tienen nada que ver con el respeto a ese sujeto (o a esos suje- tos) de su dignidad como persona, o, para decirlo con el TS: «La Constitución y el Derecho ordinario no podrían establecer un derecho a que la exteriorización de propósitos delictivos sea mantenida en secreto por el destinatario de la misma. En principio, tal derecho resulta rotundamente negado por la obligación de denunciar que impone a todos los ciudadanos el art. 259 LECrim, cuya constitucio- nalidad no ha sido puesta en tela de juicio por ninguno de los sujetos del presente proceso. Por lo demás, no se alcanza a comprender el interés constitucional que podría existir en proteger el secreto de los propósitos delictivos».
Resumiendo todo lo expuesto hasta ahora, formulo la siguiente tesis: La grabación subrepticia que una persona hace de otra con la que está conversando sobre la comisión de hechos delictivos no cons- tituye ilícito alguno y puede, por ello, ser utilizada como prueba de cargo en un procedimiento penal. Y no lo constituye, en primer lugar, porque con esa grabación no se está vulnerando el secreto de las comunicaciones, ya que este secreto sólo resulta lesionado cuando tiene como sujeto activo a una tercera persona ajena a los que intervie- nen en la conversación, mientras que no puede ser vulnerado por nin- guno de los interlocutores, ya que para ellos la conversación no es ajena ni secreta, sino propia. Y, en segundo lugar, tampoco estamos aquí ante una vulneración de la intimidad de otra persona, que se pro- tege como tal intimidad, aunque no se haya accedido a su conoci- miento mediante la interceptación de un tercero, sino directamente de la persona que está revelando detalles íntimos particulares, intimidad que resultaría lesionada si, por ejemplo, el interlocutor graba y difunde aspectos de la vida de su otro interlocutor que afectan a su sexualidad o a las enfermedades que padece o a sus relaciones familiares con su esposa o hijos. Que la manifestación de que se ha cometido o se va a cometer un delito no tiene nada que ver con esa intimidad se deduce, sin más, de que –al contrario que en la intimidad, donde existe un deber de reserva de difundir lo averiguado por uno de los interlocuto- res– en lo que se refiere a las actividades delictivas presentes o futuras existe todo lo contrario: un deber de no-reserva, es decir: una obliga- ción de denunciar tales hechos a las autoridades –según el CP español,
en los casos de no-denuncia de delitos graves, bajo amenaza penal si no se cumple con esa obligación de denunciar (2).
Yo nunca persigo honores, ni me presento a premio alguno, por- que, cuando gané mi cátedra, en 1970, decidí que esa era la última vez que me presentaba a una competición, ya que en toda competición existe la posibilidad, nunca descartable, de perderla. Bastantes decep- ciones y sinsabores no buscados tiene uno que sufrir en la vida extra- académica, como para tener que buscar otros más que se pueden evitar fácilmente si uno, simplemente, renuncia a competir.
Pero cuando me llega un honor como este que hoy me otorga la Universidad de Huánuco de forma sorpresiva y generosa –sin ninguna clase de información previa, la primera noticia de que se me había con- cedido fue en una carta que me dirigió, el 24 de abril del presente año, el Rector, Dr. José Beraún Barrantes– me siento enormemente feliz.
Del torero Juan Belmonte se dijo que «no toreaba por la fama ni por la popularidad, ni siquiera por el dinero, sino que toreaba porque le salía de muy adentro, porque no lo podía remediar». No conozco mejor definición de la vocación: es esa fuerza interior que explica por qué, a pesar de que apenas tiene compensaciones económicas, me he pasado la vida –en mi juventud, en mi madurez y ahora, en mis últimos años– estudiando, leyendo y publicando Derecho penal. Después de mi vida familiar, lo que me procura una mayor felicidad es mi actividad cientí- fica. Y también la docente, ya que, como catedrático emérito, continúo dando clases a los alumnos en mi Universidad Complutense; cierta- mente que, ya desde hace algunos años sin remuneración alguna, pero es que yo pagaría por seguir impartiendo la docencia.
Nunca he dejado de tener contacto con la práctica, elaborando dic- támenes y en ocasiones, aunque cum grano salis, en pequeñas dosis, ejerciendo como abogado ante los tribunales. No sólo –aunque tam- bién– porque primum vivere deinde philosophari, sino también por- que, si no se conoce la práctica forense, difícilmente se puede enseñar e investigar, como es debido, el Derecho penal. Esta necesaria cone- xión entre la teoría y la práctica la aprendí ya –a finales de los años 50 y principio de los 60 del pasado siglo– durante mis estudios de Docto- rado en Alemania y continué siendo consciente de esa necesidad a mi regreso a España en enero de 1963, donde tuve la suerte de tener como maestro al genial Antonio Quintano Ripollés, al mismo tiempo cate- drático de la Universidad Complutense y magistrado del TS.
No obstante ese imprescindible contacto con la práctica, la gran ventaja frente a ésta de la investigación científica es que, con esa investigación, se pretende dar solución a una generalidad de supuestos de hecho, con lo que si, como a menudo sucede en España, los tribu- nales atienden a lo que dice la doctrina científica, con un artículo o con una monografía se puede influir en las decisiones de la jurispru
dencia sobre cómo resolver una pluralidad de casos, mientras que un escrito de acusación o de defensa o un recurso de casación –a pesar de que su elaboración puede haber costado tanto tiempo y esfuerzo como una publicación científica– quedan enterrados en los legajos de un procedimiento penal por un caso individual. Claro que ello no siempre es así, como lo pone de manifiesto precisamente lo que en la primera parte de mi disertación he expuesto sobre el secreto de las comunica- ciones y sobre la intimidad, una materia de la que me ocupé a fondo por primera vez como el letrado que, junto al abogado Luis Jordana de Pozas, ejerció la acusación en nombre de Pedro J. Ramírez contra los autores de haber grabado y difundido su vídeo sexual y que ahora me ha servido ya para exponer, a nivel más abstracto y general, cuándo una grabación puede servir de medio de prueba de cargo lícita –como en el caso Montesinos– y cuándo –como en el caso del periodista español– constituye un comportamiento delictivo.
Alguien dijo que todo arte es nacional, toda ciencia es internacional y toda tontería es nacionalista. No me considero un nacionalista –reco- nozco que España tiene casi tantos defectos como virtudes–, pero sí un patriota, es decir: una persona que ama a su país y que desea lo mejor para él, que se alegra con sus triunfos y se apena cuando se hunde en el ciénago de la mediocridad. Manuel Cancio pertenece –en un lugar pre- eminente y prominente– a una maravillosa generación de penalistas españoles que han situado a mi país, continuando la gran aportación de la generación anterior, en el segundo lugar –después de Alemania– de la dogmática juridicopenal mundial. Porque amo a España, me enorgu- llezco de que juristas como Manuel Cancio, con su apabullante obra científica, esté contribuyendo de manera tan decisiva al reconocimiento internacional de la ciencia penal española. Al inmenso honor de recibir este Doctorado honoris causa quiero añadir en el día de hoy otro más: el de compartirlo con un penalista español que ha contribuido, como pocos, a extender por el ancho mundo el prestigio de nuestra ciencia.
Uno ha dedicado incontables horas a investigar en la soledad de su despacho y a enseñar a decenas de miles de alumnos, tanto a princi- piantes como a otros que eran ya profesionales experimentados. Este Doctorado honoris causa que viene de tierras tan lejanas a la mía sig- nifica para mí un estímulo para seguir investigando y enseñando y el reconocimiento de que hasta ahora, tal vez, no lo he hecho del todo mal. Muchas gracias a la Universidad de Huánuco y a su rector, Dr. Beraún Barrantes, por este tan alto honor y a todos ustedes por la aten- ción que me han prestado.